mudas palabras

Tiemblo y me sereno, al fin, me sereno. Las mil palabras todas a punto de salirse, de hacerse pequeños pájaros para vos, la infinita conversación siempre pospuesta. En adelante, todas las ideas volarán incontrolables, aturdiéndome, metiéndose y saliéndose de mi pecho, como vos.
No hablamos. Te miro para mirarme y al mismo tiempo, no quiero mirarte, solo saberte ahí llegado, poniéndome en el tiempo, ajustándome. Me avanza la mudez, las preguntas se apretujan en el mismo importante lugar y termino olvidándolas. Pero sólo acude el silencio, denso y abismal, sellando las bocas, toda posibilidad.
Dividida, se enreda la lucha entre la intriga y la indiferencia, partiéndome. Me veo llegar al mismo tiempo que me voy, y sin embargo, estoy ahí, todo el tiempo estoy ahí, tironeada en el espacio que se tensa y vuelvo a temblar. Desdoblamiento.
Para mí, el silencio. Las palabras como una postergación desesperante, lapidaria. Sólo evasión y ojos fijos, traspasándome, inquiriéndome de mi propia pregunta. La impotencia temblándome en el cuerpo, acelerando tontamente el pulso. No había respuestas, y eso, sólo fertilizaban más preguntas.
A veces, algunas palabras venían como pájaros ciegos, errantes, deshilvanadas y empañantes. Niebla gris que ocupaba todo. Pero eso era sólo para mí.
En mis manos no había nada que sostener, sólo un poema pasamanos que no te acordarías nunca más. No había tenido la suerte aquella, de aquella. En tus nombres, no había el lazo tratando de atraparme como compañera, como tu par. Ni olvidos preciosamente descuidados para atesorar en la mesa de luz. Ni la confesión del desatino de lo que nunca ocurrió. Ni la canción con las palabras inesperadamente deseadas, convocantes, amantes. Para mí, fugacidad, postergación, puesta en lugar, de algún modo, equivocada protección. Sólo el silencio de palabras desbordadas, hirientes, dolientes, letales. Desaire.
Te miro enloquecidamente. Quisiera encontrarme con tus ojos y adentrarme para lo que creo que hay que entender. Busco la ínfima diferencia que me saque del álbum, que me vuelva real en tus manos, que me vuelva un tesoro, preciosa. A cada intento, sólo silencio y el desgarro de la piel. Horrible repetición, igualación. Preguntas heridas en pleno vuelo, equivocadas. Inutilidad.
Ya sé, que estas palabras buscadoras, buscadas, no llegarán a ningún cielo. Y sé, que esas palabras que antes crecieron en mi adentro, no eran más que mi tonta ilusión disfrazándose de tu boca, de tus manos para seguir creyendo. Toda tu voz diciéndome lo anhelado, lo tanto tiempo esperado y en verdad, sólo el reflejo mil veces repetido hasta que ya fuera silencio, puro devenir ansiado. Y que esas, palabras rojas, eran de agua, eran de viento, eran de espuma, pero no eran. Ingenuidad.
Apenas algunas ideas fingiendo explicación. Quizás precario argumento para el mal menor, y creo comprender. Me muevo, lenta y rápidamente, anticipada y sorpresivamente, enloquecida y coherentemente, pero nada cambia. Todo el desierto está ahí, intacto, azul, con tu sombra siempre quieta, siempre igual, multiplicándose. Nada cambia, sólo se repiten las mismas palabras una y otra vez, ingrávidas, sin sentido ya. El único cambio, me alentás, lo sujeto yo, pero no quiero irme.
Te toco, si estás ahí. Quisiera meterme bajo tu piel y abrigarme, sentir tibieza, quizás calor. La densidad, lo concreto me hace un hueco, oxidándose y creciente, volviéndome luna. Lo concreto es lo que es. Este silencio helado, esas palabras cortantes, esas otras repetidas hasta el hartazgo, deshaciéndome. Es lo negado, y lo abnegado, la tortura, la locura, la necesidad de creer, el anhelo de encontrar y la lacerante confesión sin regreso, lapidaria, sin dudas. Lo buscado, había sido mil veces repartido, entregado, derrochado y yo no estaba en aquella suerte, ni siquiera la mejor suerte de aquella. Me arruino, me desollo. Final.
Acá, en el desierto inmenso, en la lejanía, desnuda me cubre la noche que se te parece. Abrazo a mis piernas, acurrucada, mientras algo espero, algo que no sé. Por mis pies, veo correr el río rojo que me lleva, que espera el alba, preciso carmín para volverme agua que bebe la tierra y amanecer. Dejar de ser.



ojalá tuviese yo tu amor así... (L.A.S.)

Espejo de agua

Repetición. Como un pulso. Constante, igual, indetenible hasta que. Encontrarme una y otra vez en el laberinto de espejos. Reflejo. Aunque en verdad, opacidad. La mujer detrás del marco, es otra. Apenas unos rasgos, imágenes deformadas de mí hasta creer en el extremo. Sí, de alguna forma, así podría haber sido, pero no, no me dejé llevar tanto. No soy ella, no es yo, y eso mismo es el horror.

Repetición. La imagen como una diapositiva una y otra vez, regresando. Cambiar y regresar. Práctica de una misma escena una y otra vez, apenas retocando el escenario que no importaba, y la actriz, que daba igual. Todo daba igual. Espectadora y actriz, y lejana. Una y muchas. Todas, para hacer ninguna y a la vez, yo misma. Ellas como yo, yo como ellas. A veces, tendía a creer en la verdad de todo aquello. Como si en el fondo, claro… allí estaba toda la cuestión. En el fondo ocurrían todos los temores con total naturalidad, lejos de mí, metiéndose.
¿Y que pregunta podía hacer yo si todo se mostraba tan certero, tan falaz que daba igual? Pero no daba igual. Por cada una, por cada espejo, algo de mí muriendo, quedándose indefectiblemente atrapada y asfixiada.
Lejos, y llorando, nada ocurre. Nada salvo de mí. A mi propio desconsuelo me entrego como defendiéndome, como si algo. Solo vaciamiento, y el agua escurriéndome en tus manos, imposible de permanecer, deslizándome hasta ya no ser.

Regreso al Sueño

Solo dormir, pero sin saber que dormía, que aun duermo. Un transcurrir de tiempo que no transcurre. Afuera, todo sumándose al pasado donde yo misma erraba yendo y viniendo desordenadamente. Lentitud. Despertar al sueño y repetir. Yo y mis campanadas siempre iguales, absurdas y mismísimas. Como si no hubiera ya otro modo, como si hasta fuera necesario en cierta forma, esa forma que ya ajada, repelemos. Ríspido encuentro malentendido.
No hay descanso, solo buscar inútilmente la piel que no está al lado y sentir mi propia ausencia. Vuelta a un lado y otro hasta el grito que rompe algo pero nunca sabré que es. Puro temor de lo que no recuerdo y se aproxima hasta acostarse y abrazarme, y me arrulla. Cada vez, nada sé lo que es y así.
Y sin embargo, la equivocación precisa. El (des)conocimiento de lo que me intriga y la respuesta que nunca llegará, la pura claridad de la verde angustia ahorcando y sin sentido.
Esta tranquilidad atestigua el cambio y entonces, desenredo. Remanso que viene a mí, y vos como olas, como hombre desconocido, a esta arena que desaparece casi sin darme cuenta. Todo es sueño si nada es realidad. Todo. Menos algo. Eso que he olvidado y sueño repetidamente una vez y más hasta volverme gota.

Silencio


Todas las palabras se han ido. Solo queda el vacío, abismo incalculable, incurable herida que me encierra. Ahora no hay laberinto infinito que atravesar, ni árboles creciendo y otoñando. Vacío exilio. Protesté, Maga, por semejante quita, pero no es suficiente para curar. Todo parece amanecer en niebla y tiemblo de este nuevo frío, de esta soledad tiritante que empieza a calarse nuevamente en los huesos. Ya no hay cura posible, solo este convivir con el perfecto destierro de tu voz, de tu palabra, de lo único que tengo, lo único que puedo tener. Y ya es pasado. Desmemoria de recuerdos. Y Maga voy, mar adentro, a perderme de mi, a quitarme la piel de estas palabras que ya faltan, marchitas ilusiones.
Hastío de mundo.




manejando por la ruta alguna noche, sin mirar atrás... - Fito Paez

Rojo Sueño


Los días parecían gotas llenando un mar inacabable, jamás rebalsado, imposible de abarcar. La distancia se iba haciendo cada vez mayor. Estábamos lejos, eso era concreto. Miles de kilómetros, y días y algo más. Por momentos la nebulosa de recuerdos y deseos y el mar de ansiedad. Por momentos el desierto árido y rocoso, el viento quemante y la piel lacerada. Días abismo, días no días.
Me hablabas a la cara pero yo no podía mirarte. Me hablabas a la desnudez, al despojo de mi sol y luna, a la ceniza. Solo un cerrar de ojos, protección de párpados. Hacia el horizonte podía ver las palabras, como gaviotas desorientadas, chocándose entre si, buscando un rumbo. Entendía. Como siempre todo entendía. No era mi tema, ni mi incumbencia. No podía sentir dolor, ni nada, porque nada tenía yo que ver. Eso era todo. Nada que ver.
Los ojos nublados me cerraron a la oscuridad. El hoyo negro que no explicaba y que no debía preguntar tampoco. Y yo esquivándolo a pesar de tenerlo como un punto fijo en el mismo centro de donde quiera que viera. Inevitable, horriblemente inadmisible, entre mis ojos. Chupándome hacia su oscuro. Apagándome.
Entonces, me tendiste claridad. Reverdeciendo en el silencio, apareció tu palabra. Tu mirada me fue dibujando, haciéndome, y pude verte. El reposo de tus manos en mi cara, en el pelo, tu voz mordiendo, el susurro tibio, lento y el sosiego que empezó en mi cuello. Me desarmé en tu abrazo y rebroté. Me arrullaste capullo, cuidándome. Cada imagen, cada cosa, cada horrible herida fue quedando atrás. Inexistiendo como al remoto día, olvidando. Amnesia del dolor y alba.
Hasta hoy, que me he encontrado con estas cartas, letras de rojo amor primero, de días felices en el inicio y me he enterado que el olvido se ha llevado casi todo hasta el carmín mismo y he sentido la transparencia fina de las pieles, los cuerpos como llovidos, como nuevos seres a puntos de nacer. Vacío y despojo. Silencio y todo por venir, aún todo por venir.
Porvenir, distinta felicidad que anticipo al despertar y sueño. Rojo sueño.

Bar


La costumbre era llegar tarde. Para mí, como un conjuro que me aseguraba que estarías. O muy temprano y hacer la espera larga hasta perder la noción de la realidad, y ya ni entender lo que devenía, desconcertada. Abrir la puerta del bar y entrar siempre apurada, envuelta en calor y frío y vos con una sonrisa de flash y el beso en la boca, corto, un saludo indiscreto. Todos esos minutos eran puro reconocimiento disimulado. Me costaba mirarte, me moría de vergüenza verme descubierta en todo mi deseo y felicidad en toda yo resumiéndome en los ojos que te miraban y te esquivaban. Nos excusábamos de toda la calle pasando en otro tiempo. Tus preguntas eran casuales y concretas, puntual resumen del estado de las cosas hasta ahí, de mis novedades que flotaban como pompas de jabón. Yo, en respuestas revueltas y confundidas, dos o más al mismo tiempo, todas vestidas con un repentino tartamudeo o un hilo de voz que apenas recién no tenía. Comenzaba mi proceso de empequeñecimiento, y toda la sensibilidad asomándose a mi piel. Augurando lo que en un rato más… pero aun faltaba mucho. Y la ventana separando la lentitud de las palabras y el tiempo haciéndose humo en nuestras narices.
A veces te tocaba la mano con un dedo, rozándote el borde de tu índice perfecto, aprendiéndome tu piel firme como un anticipo de lo que vendría, pero el café volvía todo a la normalidad. Hablábamos, tomábamos nuestro café, fumábamos, y nada más. El bar era apenas un hacer tiempo, una formalidad que nos debíamos y que nos salvaba si acaso uno no llegaba, y la única posibilidad también.
Me gustaba escucharte, aunque nunca hablábamos de vos. No había mucho que contar de tu lado decías y yo pretendía llenar el hueco con mi anecdotario. Por ratos los segundos de toneladas retumbaban demasiado fuertes y yo miraba al otro lado de la calle. Precisamente en frente era donde realmente ocurría el encuentro. Allí nos desnudábamos del mundo y nos metíamos en la piel, pero desde el bar todo eso parecía de otra época. A 20 pasos y a siglos de distancia.
Justo cuando el bar empezaba a concretizarse, a confundirme con su realidad, llegaba la palabra, el mandato, el pedido y la paz. Vamos, sólo decías. Y en pocos segundos estabas como siempre, listo antes que yo, con los pasos en la vereda, caminado descoordinados, desacostumbrados. Un envión prontamente frenado con los autos pasándonos a 2 centímetros en el preciso momento en que… y el silencio. Recuerdo que algunas veces me tomaste de la mano para cruzarla, llevándome y apurándome y eso me había hecho tan felíz. Luego otra distancia nos puso lejos de aquella calle.
Y todo eso ahora es un álbum recortado que me llegó con el olor del café, con unos cigarrillos y la gente pasando allá afuera… a una vida de distancia. Y el temblor me ha colmado el universo y no pude tomarlo, solo dejar que se enfríe e irme a confundirme con la lluvia afuera.

Momento previo a la partida


Y mientras me mirás voy guardando las cosas desparramadas de mi cartera. Ese desorden que despliego al llegar a nuestra habitación con tanto afuera entre mi ropa. Vos, ya adelantaste todo en pocos pasos y estás casi listo y te queda tiempo para prenderte ese cigarrillo final de cuarto. Me mirás de reojo. Hay tiempo pero yo no lo sé. Tu alistamiento me apura y ni siquiera podés sospechar el esfuerzo enorme para que cada movimiento parezca normal, habitual, acostumbrado. Quisiera que todo eso ya estuviera hecho, pero sé también que es la excusa para que todo sea más durable. Me apuntás los olvidos, me obligás a revisar todo nuevamente, no es posible que nada se me quede o se perderá como esta misma tarde. Afuera quizás sea noche y yo casi prefiero que lo sea, para inundarme, para que se cierre y me abrace cuando esto sea recuerdo, en un rato más. Todo listo, la partida es inminente y necesaria, cualquier extensión en ese momento sería la misma ruina. Sostenés mi mano y me llevás, a todo mi peso de bolsos colgantes, a mis abrigos para mi siempre frí­o, mi tristeza de plomo y yo. Las pequeñas paradas son mi aliento. Me recupero de tanto viaje y me atrevo a mirarte, polaroids que coleccionaré para dentro de unos minutos. Atravesar la puerta es comenzar la recta final y a la vez algo separado, completamente diferente, otra época, otro tiempo. Al final de la calle está la noche y caminamos hacia ella, en un túnel. Por tramos tomás mi mano, y quisiera que nos perdiéramos. Que anduviéramos por laberintos de calles y recompensas de tiempo. Pero no. Mejor es así yéndonos, sumando una felicidad más, sabiendo que luego no quedará otra cosa que volver a vernos.

Miopía

Me volví­ suficientemente miope cuando me di cuenta de que lo que realmente tení­a que percibir era lo que estaba cercano. Esta revelación causó total impacto en mí y, agudizando aun más mi torpe visión, creí tener vedado la posibilidad de vislumbrar mundos lejanos. Debía estar suficientemente cerca, de otra manera, el universo se presentaba teñido por nebulosos contrastes, por anieblados planos y difuminados relieves. Inasequible, inaccesible. Todo esto ocurrió hasta la espléndida mañana que desperté con la certeza de que aquello me habí­a sido regalado como una magnífica imposición: El movimiento. Una vez más debería atravesar la noche que lleva al alba para poder, al menos, ver a la par de otros. O solo ver. Necesitaba acercarme, involucrarme y eso, ahora, era simplemente estupendo. Los días que vinieron luego fueron como mares embravecidos, travesías de sensaciones que se convertí­an en sentimientos, que me dejaban cicatrices, que me hacían crecer maravillosamente. El mundo era una inmensidad de palabras siempre contrastantes con el mismo movimiento, el mismo hacer. Sumaba y restaba extrañas constataciones intentando hacer de eso una lógica. Pequeña y gigante. Ingenua y vidente. Y lentamente algo de todo aquello fue tomando una forma. Al principio inasible, inexplicable, inentendible. Luego sabrí­a que eso era nada más que lo ajeno, lo extraño a mí­ y que solo era ese reconocimiento lo que crecí­a rodeándome. Los días pasaron. Todas las formas crecieron frente a mí, ante mi, casi para mi. Todo se realizó. La punta de mi pie se asoma por debajo del cobertor y siento el calor de la habitación y los dientes filosos y agudos de mi gata mordedora, todo al mismo tiempo, al mismo filo cortante que siento tu mano tocando una mujer, otra. Otra. Nunca habí­amos estado tan cerca. Nunca habí­a sido tan miope hasta este momento.

No puedo


Hoy no puedo comprender a los que no comprenden, ni ser tolerante con quienes no lo son.
No puedo entender a quienes nunca entienden.
Ni escuchar a quienes nunca escuchan
Hoy no puedo gritar tanto silencio.




No puedo conmigo misma.
No puedo salir de mi.
Y ya ni lo intento y ese es mi último movimiento.
...y no quiero más ser esta que soy
tanto dolor, no quiero ser.

Tu dedo en mi espalda

Me conmueve tu dedo en mi espalda. Tu voz me despreviene de cualquier mal y me crecen alas. Se que estás ahí­. Todo te presiento. Como una lava que tanto espero. Luego los dientes en la nuca. Tu mordedura feroz y capaz me inmoviliza. Así tu boca de otoño suelta las palabras y yo te entrego mis manos palomas. Y no intentas consolarme, no quisieras nunca hacer eso y yo aprendí a no pedirlo más. Mi pelo que es todo viento quiere protegerme pero no le hago caso y vos mucho menos. Mi cara está entre las piedras y por el rabillo del ojo puedo ver el río de tu boca que corre y me lleva de a pedazos. Sí, es la primera sensación de sentir tu presencia cada vez mas cerca, cada vez tu piel de bosque metiéndose en mí­.
Te espero y ya conoces todo mi territorio, todo mi mundo, mi ser. Me habitás como un Señor, mi dueño. Pero luego te vas suficientemente para que note el desgarro y el frí­o me toma de rehén. Así­ te gusta poseerme. Apenas a unos instantes de siglos de mí. Medís mi tiempo, registrás las constelaciones y sus movimientos y yo empiezo a perderme de tanta lejaní­a. No sé dónde estás ni quien soy. ¿Cómo saberlo si te vas? Me abarca el sinsentido, y me quedo sin piel, solo sintiendo con dolor, hasta la felicidad y volvés. Justo antes de que estuviera por nacer en algún otro extraño lugar. El dolor todo lo inunda y yo me ahogo en tanta soledad. Sabés que me olvido y volvés. Pero ya estás dentro y reconozco mi mundo, mi universo, mi rojo y me dejo llevar. Así me tenés. Así­ soy, porque soy para vos, mi voluntad, mi felicidad. Luego nuevamente tu dedo en mi espalda y tu voz de hojas secas hablando inentendibles idiomas. Todo el tiempo ha huido, solo queda la sombra y el abismo de tu ausencia. Pero hoy es aun peor. Hoy no he olvidado. Y sé, que por más que tanto muera, al darme vuelta, ahí no estás.

De cómo abrazarme


Lo mejor serí­a que vinieras desde mi adelante, precisamente cuando suelo estar con los brazos y la cabeza caída hacia un costado mirando como se mueve apenas mi pelo con alguna brisa o el brillo multicolor si lo atraviesa un rayo de sol. Que te acerques en no más de tres pasos así­ no me doy cuenta de tu empeño. También puede ser factible que esté mirando las piedritas esas que se mueven en el piso cuando hay viento, o la forma en que crece una florcita al mediodía. Todas esas son buenas oportunidades para acercarte con tenaz sigilo.
Cuando ahí me tengas tan a mano que ya creas que podés oír el rumor de la sangre correr por mis venas entonces es el mejor momento. Podés tomarme previamente de una mano con firmeza como solés hacerlo o bien directamente cruzarme un brazo por la cintura y el otro por la espalda debajo de mis brazos, con la mano buscando la nuca pero todo apoyado en mi eje. Así puesto, tenés que acercarte aun más y acercarme también. Ese es un todo-uno fluir muy preciso y delicado que requiere tu más habilidosa maniobra. Me llevas hacia a vos y sacás la brusquedad del movimiento que me mueve acercándote también. Luego acomodás mi cara de costado a la tuya o me brindarás el hueco de tu cuello para que descansen ahí­ mi boca y mis ojos, mi alma respirando tus días y el otoño.
En ese momento, te advierto, me dejaré llevar a tu vida. Reposaré como una niña en brazos de su padre o como un niño en brazos de su madre. Es muy adecuado que luego de unos segundos acaricies mi espalda con movimientos de flores creciendo, o con pájaros volando muy alto, con la firmeza de montañas recién nacidas; yo mientras tanto, aprestaré mi felina espalda. Es posible que cierre los ojos. Tratá de comprender que eso sucede involuntariamente, cuando todo el mundo hasta ahí hecho se vuelve tu piel y tu olor, tu respiración y tu marrón. También podés envolverme haciendo un poco más de presión como queriendo asimilarme levemente.
Con seguridad todo eso me llevará a algún sueño, hasta es posible que me duerma, pero no debés preocuparte. Serán solo unos segundos para vos, para mí­ el comienzo de una maravillosa felicidad que durará un tiempo mucho más extenso, probablemente infinito al recuerdo. Como regalos podés besarme suavemente la cara o hasta la misma boca, en ese caso los besos serán capullos tiernos y carmín de tibio, un mediodí­a lujurioso y dorado de mayo. Luego podés decirme Te Quiero Mi Nena, como solés hacerlo, entonces, ya sabés, me enamoraré una vez más y no podré ser otra cosa que tuya.

Pájaros Negros

Mis celos son pájaros negros, enormes y con manos. Vienen como brujas viejas y me llevan al pantano más horrendo. Allí, me bañan de aguas lodosas y me atan las manos y los pies. Me dejan a la deriva de la ira mas profunda de todas ellas, de todas ELLAS, y me dan de beber el veneno del peor engaño. Luego me cuentan cualquier cosa, un cuento de hadas quizás, o una historia inacabada de un hombre y una mujer, o aun peor, a veces me cuentan una historia incipiente. O mucho, mucho peor! una historia por nacer. Y yo, embriagada de tanta maldad y dulzura ajena prontamente empiezo a partir.

Me decaigo en todo ese fango,
en todo ese asunto por venir,
y me encierro entre los párpados
que es lo único que puedo hacer.
Así, de rodillas en la ciénaga escucho cuando te acercas. Primero son tus alas, como desde el cielo, como desde atrás; luego es tu voz, mezclado de palabras, mezclado de todas Ellas, luego, apenas un rato infinito después, me llega tu aliento, y tu voz de marrón. Ahí aparece la luz clara y azulada como la de un amanecer.
Todo es comprensible,
tu palabra transformada
empieza a contarme también.
Y entiendo tus cada cosas,
comprendo tu razón y enojo
y entiendo tu comprensión.
Y ahí es cuando te veo negro, batiendo tus alas en mi cara, lastimándome la piel y el carmín y es mi momento de nacer. Me recobro, camino hasta la orilla y todo parece fácil, mis manos no están atadas, mis pies caminan en la hierba, tu voz es recuerdo desde los sueños y empiezo a sospechar. Es todo una gran falacia, un montaje para odiarte. Me observo desde la orilla, te escucho palpitándote y batiéndote. Me veo en el fango y vos ni siquiera estás. Entonces quiero socorrerme, volver a despertarme y que me arrulles. Que saques la jaula de tus palabras y atrapes a todo ese mal. Que mieles ese veneno con tu manos, que fallezcan los pájaros negros, la ira de ELLAS. Es el momento de tu beso, de tu sello que abre mis ojos y me deja descansar.
Reposo.
Ahora llueve
el universo la tristeza
y ya no hay pájaros,
ni cuentos,
ni escenarios.
Solo manos atadas, boca atrapada, pies enredados, ojos bien abiertos, piel devorada y celosa, pájaros baratos, celos negros muertos con tu beso ...
y tu ausencia infinita y mortal.

Ojos Cerrados y Melange


Siento los párpados pesados y definitivos sobre mi. Sé, que al develar nuevamente la habitación de nadie y tan nuestra hasta recién, verán mis ojos el abismo enorme entre tu piel quemante y la mía. Entonces, prefiero dejarlos así, párpados de siglos sobre mi, alargando la noche infinita de cielos y lunas rojas. Sé que al abrir mis ojos volverán a estos días de esperas, a la tarde gris de tu partida. Llegará el filo cortante de tu carne satisfecha que no quiere saber más de mí­ que el dolor.
Así, atravesada por tu amarga y quemante espuma, puedo mirar el cuadro de tus ojos fijos y extraviados de distancia, consumiéndome la piel para sangrar y no sentir.
Entonces, mis párpados pesados, mis párpados cerrados.
Y ya no sueño volar mariposa en tu tarde otoño habitación nuestra. Ya no hay crisálida acuciante que nacer y mirar el cielo.
Solo ojos de Fauno lejos, solo ojos de abismo encierro.
Ya no quiero la caricia triste, el despertar sangriento.
No abriré los ojos,
Negaré el silencio.
No habrá luz de tarde ni mareante viento.
Sólo los ojos cerrados,
La voz sin carne
El corazón destierro
los ojos muertos.

Vivir


Entregada a cada instante no puedo ser más que carne viva... todo lo siento, todo doy, todo entrego y mientras tanto soy felíz por eso...
y dolor cuando te vas de mi